Nuevas memorias para nuevos futuros
Los estudios del posconflicto en sus diversas ramas a nivel global han
mostrado como los procesos de recuerdo y memorialización tienen un
efecto muy importante a largo plazo tanto en la resolución o aminoración
del conflicto, como en su posible recrudecimiento (Ashdown 2007; Collier y Hoeffler, 2000; David, 2009; Sen, 2006). No debemos
olvidar que la mayoría de los conflictos internos actuales desde
1950 son recaídas al posconflicto (United Nations Development,
2005), mientras que hasta 14 intervenciones internacionales lideradas
por la ONU entre 1989 y 1999 se produjeron en zonas que habían
experimentado guerras civiles previamente (Paris, 2004:3). En estos
contextos, la pregunta fundamental que surge es cuánto ha de recordarse
y cuánto ha de ser recordado de cara a facilitar un proceso de reconciliación
(Bet-El, 2004; King, 1999; Rowlands, 1999; Viejo-Rose,
2011a). Sin embargo, más que una respuesta concreta y universal, esta
pregunta requiere una problematización específica y contextual que ha
de ser suscitada y reflexionada en cada momento histórico y geografía
particular (Viejo-Rose, 2013).
A la vez, creíamos necesario incluir el contexto colombiano en un
marco más amplio dentro de los estudios sobre posconflicto y patrimonio,
dada la tendencia a creer que cada posconflicto es único y contextualmente
diferente de los otros. Sin embargo, distintos estudios han
mostrado como en realidad la mayor parte de los procesos posconflicto
poseen un conjunto de elementos comunes, como ha mostrado, por
ejemplo, el proyecto CRIC – Patrimonio Cultural y la Reconstrucción
de Identidades Pos-conflicto (https://www.cric.arch.cam.ac.uk/home.
html), en el análisis de los efectos de la gestión de los procesos de
memorialización/patrimonialización a largo plazo en Francia, España,
Bosnia, Alemania y Chipre (Sørensen y Viejo-Rose, 2015).
Estos estudios muestran en diversa forma cómo la articulación de las
políticas patrimoniales en el momento inmediato al posconflicto condiciona
a largo plazo la esfera pública, los discursos y las definiciones de
víctimas y verdugos, vencedores y vencidos, con consecuencias imprevisibles.
En España, las consecuencias de la instauración de una política
patrimonial de desmemoria que invisibiliza el sufrimiento y la masacre
de los derrotados republicanos en la Guerra Civil todavía condiciona
de forma central el espectro político nacional (Viejo-Rose, 2011b). En
Cuba, la inscripción de discursos de antagonismo contra los Estados
Unidos por parte del gobierno revolucionario, y su materialización en
la esfera pública a través de monumentos, museos y lugares de memoria,
dificulta enormemente el proceso de reconciliación en marcha actualmente
(Alonso González, 2014). En el caso de los antiguos países
yugoslavos como Bosnia o Serbia, distintos organismos internacionales
han intentado promover políticas de reconciliación mediante el patrimonio
– como la reconstrucción del puente de Mostar – con escasos resultados.
Esto se debe, precisamente, al desconocimiento de contextos
locales y de las consecuencias y significados que para las poblaciones
trae la reconstrucción. Dos extremos en el ámbito del posconflicto deben
ser, por tanto, evitados: creer que cada posconflicto es único y diferente
y, al contrario, creer, como distintas instituciones internacionales lo
hacen, que los conflictos se guían por patrones generales y por tanto se
pueden aplicar recetas indiscriminadamente.
Panorámica del Punte de
Mostar, reconstruido tras
su destrucción en la guerra
de Bosnia el 9 de noviembre
de 1993.
Fotografía de Almir Vidjen.
En contextos posconflicto, la cultura y el patrimonio se convierten en
recursos claves que distintos actores emplean para reproducir su hegemonía
dentro del país o región posconflicto, a la vez que para terminar
con ciertos conflictos (e.g., violencia directa que paraliza la inversión
extranjera) y mantener otros (e.g., el conflicto rural-urbano, o conflictos
de clase, raza o género). Ya Galtung (1990, 2001) y Lederach
(1997) han subrayado el papel fundamental de la cultura en procesos
posconflicto. Este rol central ha de vincularse a una concepción de la
cultura como recurso económico en un mundo global (Yúdice, 2002).
La noción de cultura como recurso implica su diferenciación del sentido
antropológico tradicional y se enmarca en contextos de gestión
que promueven el desarrollo de capital a través del turismo o de las
industrias culturales. En este sentido, es posible pensar al patrimonio
también como recurso en el sentido señalado por Yudice, en tanto que
ha entrado a formar parte de una racionalidad económica donde las
prioridades son: la conservación, la inversión, la distribución y el acceso.
Así, el patrimonio dentro de esta racionalidad puede servir para
prolongar la violencia directa una vez que esta termina (posconflicto)
y llevarla al ámbito de la violencia simbólica, estructural y cultural
alrededor de luchas sobre la historia, la memoria, la identidad o el
patrimonio (Viejo-Rose, 2013; Žižek, 2008).
El posconflicto suele servir a las élites gobernantes para redefinir la
visión de la historia y la identidad nacionales – presentándose como
el grupo que fue capaz de hacer converger a la nación hacia la reconciliación,
como los líderes del posconflicto, etc. –, pero estas nunca se
encuentran solas en este proceso. Entidades internacionales de cooperación,
defensa de los derechos humanos o del patrimonio cultural
como la UNESCO, al igual que multinacionales con intereses estratégicos
varios, suelen interponerse en esta redefinición defendiendo su
posición e intereses (Kumar, 1997). De esta amalgama suele emerger
una nueva retórica asociada a una nueva versión de la historia nacional,
que define quienes son los vencedores y vencidos, víctimas y perpetradores,
mártires sacrificados por una causa justa o condenados que
debían serlo de forma justa, y de este modo rearticula los patrones de
poder interno. Esta rearticulación genera nuevas divisiones, o profundiza
las viejas divisiones, de modo que la violencia se perpetúa junto
con el resentimiento y la sensación por parte de ciertos grupos de que
se ha cometido una injusticia histórica con ellos – es decir, se produce
una normalización de la violencia. De esta forma, el mismo uso de la
noción de posconflicto tiene su problemática, debido a que no asistimos
con él a la cancelación del conflicto sino a la rearticulación de
viejos e invisibilizados conflictos, que permanecen latentes en formas
simbólicas, estructurales o de “baja intensidad” (Stahler-Sholk, 1994).
Distintos procesos de patrimonialización y memorialización pueden
servir para materializar nuevos símbolos y narrativas en la esfera pública.
Estos incluyen las decisiones sobre los espacios a memorializar,
reconstruir u olvidar, y los paisajes tanto materiales como simbólicos
que de ahí emergen. A estos procesos se une una replicación estructural
a distintos niveles tanto interna – manuales escolares, museos,
discurso público e intelectual, medios masivos, políticas culturales,
conmemoraciones y festividades, cambios en nombres y espacios públicos,
la selección de momentos históricos privilegiados, etc. – como
externa – relaciones diplomáticas, participación en organizaciones
internacionales y eventos, industria cultural –, todos dirigidos a proyectar
una imagen distinta del país. No sólo los museos, sino también
la propia configuración de los espacios públicos, generan una nueva
semiótica que define quienes y qué eventos han de ser recordados u olvidados.
Son habituales episodios de iconoclastia tanto expresivo (no
planeado) como instrumental (planeado por un grupo social determinado),
que condenan un cierto pasado y construyen vínculos con otro.
Surgen igualmente procesos de turistificación de ciertos eventos del
pasado que antes eran considerados parte intrínseca de la comunidad
nacional, y que ahora son comercializados o simplemente vaciados
de significado como elementos de consumo popular (e.g. lugares de
memoria de Pablo Escobar en Medellín o Guatapé). También se memorializan
espacios de dolor (e.g. cementerio-museo de San Pedro y
La Escombrera en Medellín) que pueden servir para generar nuevas
comunidades politizadas, pero también como recordatorios del agravio
que generó el dolor y por lo tanto como reproductores de violencia.