OPCA # 11

El poder de la carne de monte:
Bio- diversidad, saberes y técnicas como “bienes comunes”

Natasha Valentina Garzón Y.
cavendishia@gmail.com
Ecóloga de la Pontificia Universidad Javeriana, MsC. (c)
Estudios Interdisciplinarios del Desarrollo – CIDER de la Universidad de los Andes.

Pese a la concepción moderna de las selvas y montes como territorios “inmaculados” o “vírgenes”, la interacción humana con estos ecosistemas es muy antigua. En los bosques húmedos de la cuenca Amazónica existen registros arqueológicos de poblamiento entre 10.000 a 13.000 años antes del presente –AP, y evidencias de 1.000 años AP de grandes poblados que superaban los 150.000 km2 en donde las poblaciones humanas generaron suelos de elevada productividad, a través de la domesticación de plantas y la disposición adecuada de residuos, denominados Terra preta (Cleary, 2001; Roosevelt, 2013).

En este sentido, la práctica de la cacería es tan antigua como la presencia del mismo hombre, y se mantiene vigente en todos los territorios en donde aún existen hábitats para la supervivencia de animales silvestres que son fuente de alimento, pieles, plumas, aceites, huesos, pigmentos, y otros materiales; pese, a la mala prensa derivada de las implicaciones ambientales por la defaunación de los bosques (Redford, 1992). Sin embargo, un análisis más profundo de la cacería evidencia la estrecha relación entre los pueblos rurales con la fauna, las plantas, los microorganismos, el aire, el suelo y el agua de los bosques.

“Un cazador no sólo debe saber tirar, sino que entiende lo que sucede y lo que puede ocurrir” (Rodríguez, 2010).

El cazador y sus "armas" - Fotografía de Natasha Valentina Garzón Y.

Detrás de la cacería existe un acumulado de saberes y rituales que se trasmiten de generación en generación, materializados en una práctica dotada de significados. Para los Sikuanis que habitan la selva de Matavén en el Vichada, los animales, terrestres y los acuáticos, tienen dueños espirituales, los Ainawis, y para cazarlos hay que pedir permiso (Plata, 2006); los campesinos de Encino y Mogotes en Santander, después de cada buena faena van a la eucaristía para agradecerle a Cristo autor del universo (Vargas, 2000), y en muchos otros pueblos ancestrales, como el Awá que habitan en el sur-occidente de Nariño, se reconoce claramente que las trasgresiones a la ley de la naturaleza y las leyes de caza pueden traer consecuencias gravísimas sobre las personas que las incumplen (Bisbicús, 2010).

Pero no sólo hay que respetar los espíritus y dioses dueños de la vida. Un cazador sabe tanto de la selva como de las especies que las integran; comprende claramente los contornos, límites y fronteras que hay al interior de “una mata de monte”; reconocen que en cada espacio hay vida, vida que se mueve, que habla, que se deja sentir. Persiguen silenciosamente cada una de las huellas que deja su presa, identificando cuantos miembros de la manada son, que han comido, hasta donde pueden llegar; reconociendo por experiencia que los animales se comunican, aprenden y modifican sus hábitos y costumbres en respuesta a los humanos. Saberes trasmitidos en donde las selvas son el lugar del cuerpo, de la comunidad, de las habilidades, del reconocimiento mutuo y en donde se marcan pautas de conducta a través de la dispersión, abundancia y movilidad de la relación cazador-presa (Descola & Pálsson, 2001; Rodríguez 2010).

Escopetas, trampas, arcos, flechas, garrotes, machetes, carcaj, arpones y cerbatanas, son de los instrumentos más utilizados en la cacería de las cerca de 140 especies de mamíferos, aves y reptiles utilizados como fuente de proteína para pueblos rurales del país, siendo las especies más consumidas: Cuniculus paca (tinajo, borugo, lapa, guagua o conejo), Dasyprocta fuliginosa (picure, guatín, ñeque, chaqueto), Tayassu pecari (manao, puerco de monte, tatabro, cafuche), Dasypus novemcinctus (armadillo, jerre jerre, cachicamo), Iguana iguana (iguana), Ramphastos tucanus (tucán, paletón), Amazona farinosa (loro), Podocnemis expansa (tortuga charapa) y Sciurus granatensis (ardita, ardilla) (Restrepo, 2012). A esta diversidad biológica se le suma las 54 especies de plantas identificadas para preparar curares, con los cuales los pueblos indígenas que habitan la Orinoquia y Amazonia colombiana envenenan los dardos utilizados en las faenas de caza, algunos de estos tan complejos que combinan más de 15 especies, entre plantas y animales como arañas, milpiés y hormigas para aumentar su toxicidad (Mejía & Turbay, 2010).

De esta forma, hablar de fauna de cacería y la práctica en sí, como bienes comunes, es entender que la selva es un paisaje bio-cultural gobernado socialmente a través del ordenamiento espacial de los lugares en donde se realizan las faenas de acuerdo a la distribución de las especies, las cuales migran más allá de los límites de la propiedad existentes, bien sean estos públicos (parques naturales, reservas forestales) o privadas (reservas de la sociedad civil, fincas). Y que pueblos y animales que habitan los paisajes bio-culturales de Colombia, son seres sociales que están activos cada uno en el mundo de otro (Descola & Pálsson, 2001), en donde la biodiversidad es la fuente vital del sustento de las comunidades locales a través de la provisión de alimento y otros servicios.

El aporte nutricional de la proteína animal para muchas comunidades rurales, muchas veces “se ve asegurado única y exclusivamente a partir de la cacería y la pesca”, con una ingesta de proteína por persona al día que puede alcanzar en algunas regiones del país 78,7 g., valores que superan el nivel establecido de consumo diario de proteínas para Colombia, equivalente a 65 g. para hombre y 55 g. para mujeres (Restrepo, 2012). En este sentido, la fauna de cacería es un elemento fundamental en la soberanía alimentaria de indígenas, campesinos y afros quienes a través de las prácticas culturales han desarrollado estrategias que les garantizan el acceso, distribución y consumo inmediato de alimentos sanos y de alto valor proteico, a la vez que establecen una organización social regulada con normas “propias” para asegurar distribución y evitar excesos, como los pactos que establecen campesinos del sur de Bolívar de no cazar animales pequeños, ni crías, ni hembras embarazadas. Adicionalmente, en muchos lugares en donde se lleva a cabo la cacería en Colombia, los excedentes son repartidos entre las personas que integran la comunidad asegurando así el bienestar colectivo;

“cuando la cacería ha sido abundante y llevada a cabo colectivamente, el producto es distribuido equitativamente dejando parte para el consumo familiar” (Perera, 2013:101).

Conclusiones

De esta forma, la cacería y la fauna silvestre asociada, son elementos fundamentales en la construcción de identidades ecológicas locales, en donde la vigencia de la práctica denota autonomía y soberanía sobre los territorios y el acceso a la naturaleza. Su reconocimiento y defensa comprende dos elementos importantes. Por una parte, la reivindicación de los espacios naturales como sistemas bio-cultura les, dotados de prácticas y racionalidad socioecológicas ancestrales, esenciales para el buen vivir de los pueblos que los habitan, y que día a día son amenazados por la expansión de la frontera agropecuaria, en donde hectáreas y hectáreas de biodiversidad y soberanía colectiva, son deforestadas para implementar sistemas productivos pecuarios como desiertos verdes privatizados, bajo una lógica del capital que promueve la homogenización de los paisajes, en donde los hábitats de miles de especies que se encuentran en tan sólo una hectárea de bosque, es remplazado por el hábitat de media vaca. Y en segundo lugar, la estrategia de conservación de bosques y fauna silvestre sigue enmarcada en la “sacralidad de las acciones no se toca, no se come, no se usa” (Restrepo, 2012). Lo anterior, fundamentado en el discurso del impacto de la cacería sobre la conservación de la fauna silvestre, desconociendo que el volumen potencial de biomasa animal consumido es muy bajo (Perera, 2013), y olvidando la magnitud real de las implicaciones que tienen otros motores de cambio como la deforestación, la expansión minero-energética, la construcción de vías, etc. Es por esto que organizaciones indígenas y campesinas del país reclaman el derecho a consultar e informar la delimitación de nuevas áreas protegidas, así como su control y administración; en donde se legitimen prácticas propias y autonomías, y no la imposición de conceptos exógenos de sostenibilidad, superando así la romántica idea del “nativo ecológico” (Ulloa, 2004), y abriendo la posibilidad de redefinir espacialidades que reivindiquen los derechos de usar y consumir la naturaleza y a eco-gobernar el territorio.

El cazador y sus "armas" - Fotografía de Natasha Valentina Garzón Y.


Referencias

    • Bisbicús, Gabriel, Paí, Jose y Paí, Rider
      2010. Comunicación con los espíritus de la naturaleza para la cacería, pesca, protección, siembra y cosecha en el pueblo indígena Awá de Nariño. Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca - Acin Cxhab Wale Kiwi, Universidad Autónoma Indígena Intercultural - UAIIN, Espacio de Formación en Derecho Propio Cristóbal Secue. Bodega Alta Caloto, Resguardo Indígena Huellas Caloto.
    • Cleary, D.
      2001. “Towards an environmental history of the Amazon: from prehistory to the nineteenth century”. Latin American Research Review, 36 (1): 65-96.
    • Descola, Philippe y Pálsson, Gísli.
      2001. Naturaleza y sociedad: perspectivas antropológicas. México: Siglo XXI Editores, S.A.
    • Mejía, Luis Eduardo y Turbay, Sandra.
      2010. “Los venenos de cacería en la Amazonia colombiana: ¿sustancias letales o fuente de vitalidad?”. Boletín de Antropología, 23 (40): 129-153.
    • Perera, Miguel.
      2013. “Lo que se mata se come o no desear es no carecer”. Biota colombiana 14(1): 83-108.
    • Plata, Ángela.
      2006. La importancia de la fauna silvestre en la etnia Sikuani, comunidad de Cumarianae selva de Matavén, Vichada, Colombia. Trabajo de grado para optar el título de Ecóloga., Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana.
    • Redford, Kent H.
      1992. “The empty forest”. BioScience, 43(6): 412-422.
    • Restrepo, Sebastian (ed.).
      2012. Carne de Monte y Seguridad Alimentaria: Bases Técnicas para una Gestión Integral en Colombia. Bogotá: Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt.
    • Rodríguez, Enrique
      2010. El monte y la cacería: construyendo espacios, transformando prácticas. Península, 5 (2): 101-119.
    • Roosevelt, Anna C.
      2013. “The Amazon and the Anthropocene: 13,000 years of human influence in a tropical rainforest”. Anthropocene, 4: 69-87. –
    • Ulloa, Astrid.
      2004. La construcción del nativo ecológico: complejidades, paradojas y dilemas de la relación entre los movimientos indígenas y el ambientalismo en Colombia. Bogotá: ICANH y Colciencias.
    • Vargas, Nancy.
      2004. Coevolución del sistema cultural, legal y económico alrededor de la cacería en un sector de la zona andina, Santander, Colombia. Reporte Fundación Natura. Bogotá: The Nature Conservancy.

Cómo citar este artículo

Garzón, N. V. (2016). El poder de la carne de monte: Biodiversidad, saberes y técnicas como “bienes comunes”. Boletín OPCA, 11, 29-32.


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