OPCA # 3

Memento fútbol

Álvaro Camacho Guizado
Profesor Titular Universidad de los Andes.
Director Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales – CESO.

Voy a contar una emocionante historia que ocurrió en la Universidad Nacional en la década de los años setenta. Años agitados por las movilizaciones sociales que llegaron a poner en jaque a varios aparatos del Estado y otros tantos arreglos sociales. Basta recordar el movimiento campesino expresado en la ANUC, que conmocionó a la región caribeña. O el gran paro cívico de 1977, que puso a temblar al entonces presidente Alfonso López Michelsen.

La Universidad Nacional no se escapaba a estas manifestaciones de descontento, y entre su estudiantado se perfilaban las corrientes políticas que de una manera u otra expresaban sus simpatías por algunos de los gripos guerrilleros que en esos años se habían desarrollado y enfrentaban al Estado con una fuerza insólita. La Universidad era, pues, un campo de debate, algunas veces llevado al terreno de las aulas.

Ahora bien, la politización estudiantil llegaba inclusive a involucrar a varios profesores, quienes, con diferentes estilos, aireaban sus simpatías, aunque siempre buscaban que las expresiones no fueran violentas, porque esas prácticas eran como miel para la Policía: cada vez que los estudiantes salían a protestar, fuera en la carrera treinta o en la calle veintiséis, los policías aparecían enfrascándose en duelos a piedra con los estudiantes.

Eso era entre semana. Los sábados en la tarde la cosa se transformaba. Al principio, un grupo de profesores de la Facultad de Ciencias Humanas nos reuníamos en alguno de los prados de la Universidad y jugábamos unas banquitas de fútbol. Éramos algunos historiadores, sociólogos, psicólogos, trabajadores sociales, filósofos, odontólogos, economistas y pedagogos. En fin, una pléyade de intelectuales dotados una enorme energía tanto mental como física.

En los primeros sábados lográbamos jugar una hora, y quedábamos extenuados, porque nuestro ejercicio cotidiano era pensar, leer y dar clases. Pero poco a poco fuimos cogiendo forma, y ya podíamos aspirar a jugar nada menos que en el estadio Alfonso López, de la Universidad: cancha reglamentaria, porterías con mallas, tribunas, baños, en fin, un verdadero estadio, que en años anteriores sirvió para que se jugara el campeonato profesional mientras se remodelaba el Campín.

Uno de los integrantes del equipo había sido nombrado decano de estudiantes, de modo que tenía la autoridad para reservar el estadio los sábados por la tarde. Ahora sólo nos faltaban algunos detalles: decidir por el color del uniforme. Intensos debates entre intelectuales polémicos se resolvieron por una pantaloneta blanca y una camiseta de rayas azules y blancas. Resuelto el asunto. Ahora quedaba otro más peliagudo: ponerle un nombre al equipo. Eso sí que era fregado, porque cada cual defendía con ardor sus preferencias: Hay que imaginar cómo debatíamos, como si estuviéramos en un congreso de intelectuales posmodernos. Finalmente, alguno salió con una idea que por pura fatiga decidimos aceptar, no sin reconocer que el marco teórico era adecuado: nos llamaríamos Los Platónicos. Adecuado, porque a fuerza de intentarlo, llegamos a la conclusión de que no veíamos ni una.

Otro detalle era encontrar rivales: había muchos gamines y estudiantes que se tomaban los prados de la Universidad para sus recochitas, y nosotros los reclutábamos. Habíamos reclutados a dos estudiantes de sociología que jugaban con los ardores de la juventud, y eso nos permitía a ratos hacernos los pendejos y que sudaran ellos. Unjo era un interior izquierdo de miedo: fortacho, habilidoso y llenos de entusiasmo. El otro era un defensa centro, también fuerte y hábil, que contrastaba con algunos de sus compañeros de la defensa, obsesionados con impedir que los contrarios se acercaran a nuestra portería, para lo cual no ahorraba esfuerzos: la patada más cariñosa iba dirigida a la yugular del contrario, y como habitualmente no había árbitro, ante la protesta de los enemigos sacábamos a relucir nuestro estatus de profesores de la Universidad: nada menos. Nuestro defensa se adjudicaba el título de ser el más aguerrido defensor del equipo.

Poco a poco fuimos creciendo en nuestra estima, porque usualmente ganábamos nuestros partidos. No importaba que nuestro alero derecho jugara con pantaloneta, camiseta y saco cruzado, porque le daba frío. Pedía ser alero derecho porque podía dejar sobre la raya el cigarrillo Pielroja con el que se animaba cuando el balón no estaba cerca. Tampoco importaba que nuestro centro delantero afirmara con la contundencia de su inequívoca orientación política, que entre semana era marxista leninista maoísta y fidelista, pero que no le mostraran un negro en el equipo contrario, porque se dedicaba a darle pata.

Es más, alguno de nosotros consiguió una invitación del equipo del Club Campestre de Ibagué. Nos fuimos acompañados de esposas y en algunos casos hijos: nos recibieron con la mejor amabilidad, nos llevaron al hotel más elegante de la ciudad, y al día siguiente nos encontramos en la cancha del honor. El pánico se hizo evidente cuando descubrimos que en el equipo enemigo alineaban dos señores que acababan de abandonar el profesionalismo. De treinta y pico de años, estaban en plena juventud y capacidades futbolísticas.

El partido era a muerte, como era de esperar, y al calor de los entusiasmos algún enemigo le dio tremenda patada a nuestro centro medio. Éste, que también estaba acalorado, le recordó a su querida y casta madre. El tipo se quejó inmediatamente ante el árbitro, y éste, nunca sabremos si era localista o respetaba mucho a los socios del club e ignoraba nuestro estatus, o le importaba muy poco, lo llamó y le recriminó que dijera eras gruesas palabrotas delante de las damas que nos acompañaban. Nuestro entro medio le dijo: “qué damas ni qué carajo, son nuestras esposas”. Claro, el arbitrario árbitro lo expulsó. Pero ganamos, dos uno. Los directivos del club nos invitaron a un almuerzo que resultó ser lo que esperábamos: lechona con cerveza. Esos caballeros opitas se fajaron.

Nuestra fama ya desbordaba los predios del Alfonso López y éramos conocidos en Cundinamarca y el Tolima. Ya poco faltaba para ir a jugar de visitantes ante el River Plate, el Manchester United, y, ¿por qué no? El Real Madrid. Pero como nos tocaba dar clases entre semana, y no había una huelga en el futuro inmediato, resolvimos aceptar una invitación a un partido en un municipio sabanero. Para resumir: fuimos, jugamos y ganamos dos cero. Después, un par de merecidas cervezas, que en ese tiempo se llamaban Bavaria. Y, claro, no nos desplazábamos en avión, sino en una buseta de la Universidad. Ya la cosa se estaba poniendo fina: éramos invictos: no había gamines, estudiantes, vagos de sábados en la tarde, camerinos sabaneros ni elegantes miembros del club de provincia que nos pudieran derrotar. Nuestro nombre de Los Platónicos se estaba convirtiendo en una contradicción que los filósofos del equipo hacían notar.

Alguno de nosotros, no puedo precisar quién, decidió invitar a un equipo de profesores de la Universidad de los Andes. Bella oportunidad para demostrar que nosotros éramos una universidad pública, popular, que representaba lo mejor del pueblo colombiano y de la intelectualidad comprometida con las causas populares y el cambio social. El mensaje para los gomelos de los Andes era claro: serían derrotados por la fuerza incontenible de los sectores populares dominados. Nosotros les demostraríamos que estaba llegando la hora en que los campesinos y obreros colombianos ajustarían cuentas con la oligarquía.

El ansiado sábado se llegó, y en el estadio Alfonso López mediaríamos fuerzas, aunque el triunfo ya estaba cantado. Hubo algunos detalles que hicieron deslucir el espectáculo: por ejemplo, que varios de nosotros ya habíamos trajinado tanto con las camisetas que varias tenían uno que otro roto. Pero no importaba: sólo había que decirle a nuestro alero derecho que ese día se quitara el saco (su camiseta estaba en buen estado) y no fumara Pielroja en la línea. Y a nuestro defensa centro le insistimos en que el triunfo debería ser de una limpieza innegable, que no fuera a tratar de ahorcar a ninguno de los delanteros enemigos, y que al fin y al cabo habría árbitro: árbitro con uniforme y pito.

Nuestros adversarios llegaron al estadio en flamantes carros, y acompañados por bellas novias y o esposas, y un bulto cuyo contenido desconocíamos. Al pitazo inicial nos pusieron a dudar sobre las capacidades del pueblo uniformado con camisetas que habían sido azules con rayas blancas. Los señores de los Andes tenían una técnica envidiable, sólo comparable con su fortaleza y estado físico. Cada pase de treinta metros nos sacaba la leche de tanto correr detrás de ellos. Además, jugaban como caballeros ingleses: no hacían fauls. A los treinta minutos del primer tiempo nos ganaban tres cero, y nosotros andábamos con la lengua afuera, y con el problema de que no teníamos suplentes. Algunos de ellos no habían medido la magnitud de lo que significaba derrotar a la élite social de la ciudad, y a lo mejor se fueron a matiné con sus familias. El hecho es que nos dejaron penando.

Después del descanso, en el que fueron muy amables y nos recordaron que era un simple juego, y que no se trataba de una hecatombe popular. Y empezó el segundo tiempo: parecía que ellos no hubieran jugado al principio: no se despeinaron para meternos otros tres goles. Total, nos metieron seis cero. Y al final del bulto misterioso sacaron montones de naranjas, y nos obsequiaron una a cada uno de nosotros. Y nos demostraron que en la lucha de clases la oligarquía siempre gana por goleada.


Cómo citar este artículo

Camacho, A. (2011). Editorial OPCA 03 Memento Fútbol. Boletín OPCA, 03, 4-7.


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